BOMBARDEO DE VALPARAISO, 31 DE MARZO DE 1866






CÓMO SE LLEGÓ AL BOMBARDEO DE VALPARAÍSO

(Diario La Estrella de Valparaíso, 17 de abril de 2004)

Para los porteños, este tristemente célebre episodio, acaecido el Sábado Santo de 1866, es un hecho que marcó nuestra conciencia colectiva, pero más que eso, fue una consecuencia del juego político internacional de la época entre Europa y América. Es este contexto el que se explica en el reciente libro La Guerra Entre España y las Repúblicas del Pacífico, de Alfonso Cerda Catalán, fruto de toda una vida de interés por el tema.

Uno de los expositores de la reciente presentación de este libro destacó la importancia de relacionar la historia local en el marco de los acontecimientos internacionales y universales, observación que no puede ser más atingente al caso. Desde un comienzo, la orientación de esta investigación, centrada en un acontecimiento que marcó tanto a Valparaíso y su memoria colectiva como lo fue el bombardeo de la escuadra española del 31 de marzo de 1866, se sitúa en un marco más amplio, única manera, por lo demás, de entender este acontecimiento que de otra forma parece insólito.

No son muchas las obras dedicadas a tratar el conflicto desarrollado entre 1864 y 1866, que involucró a la corona española, por un lado, y las repúblicas americanas de la costa del Pacífico en especial Chile y Perú- por otro. Las razones son que esta guerra ha sido percibida en nuestro país como un episodio más bien bochornoso, que sólo trajo consecuencias desfavorables por culpa de un idealismo excesivo.

Y en lo que a Valparaíso respecta, le tocó ser el chivo expiatorio de un choque entre continentes. La temprana globalización decimonónica de este Puerto, destacada como valor cultural para su postulación a Patrimonio de la Humanidad, en este caso jugó de una forma negativa.

Aunque el autor de este grueso volumen, el profesor Alfonso Cerda Catalán, sea hasta ahora un desconocido en el mundo de las publicaciones históricas de nuestro medio, tiene tras sí el aval de una preocupación por este tema que lo ha acompañado gran parte de su larga vida, iniciada, anecdóticamente, en el encargo de una tarea cuando era alumno en el Liceo Eduardo De la Barra. Sólo que dicho interés persistió durante y después de hacer sus estudios de Historia universitarios y de postgrado.

Este hoy octogenario investigador porteño había publicado originalmente en Uruguay (1977) el resultado de sus investigaciones. Su versión chilena es el libro La Guerra Entre España y las Repúblicas del Pacífico 1864-1866 (Editorial Puerto de Palos, 2004), que lleva por subtítulo El bombardeo de Valparaíso y el combate naval del Callao, de 366 páginas más anexos de apretada tipografía, suerte de larga y documentada crónica de pormenores políticos bélicos y diplomáticos, estos a menudo enrevesados.

Ofrece en fin, mil detalles desconocidos de un conflicto cuyo estudio profundo ha sido soslayado; es una obra que aquí no pretendemos comentar, sino más bien llamar la atención sobre su existencia. Y para ello, creemos que lo adecuado es, volviendo a lo esbozado al inicio, preguntarnos sobre cuál era el contexto internacional en el que España envió una escuadra a las lejanas tierras que alguna vez habían sido su imperio.

Ya que nada es simplemente porque sí, este autor parte por explicar las causas mediatas de un conflicto que hoy juzgamos ciertamente absurdo, pero principalmente a la luz de sus resultados, y a partir del hecho de que un Chile embebido de ardor americanista se enredó en una guerra que no era la suya, sufriendo por ende las consecuencias. Pero la realidad no podía ser reducida a términos tan simples para un latinoamericano de 1860, puesto que había un preocupante telón de fondo: la tendencia de Europa de intervenir en América.

El retorno de Europa

Desde la década de 1820, en que se había consolidado el nacimiento de las repúblicas americanas y los Estados Unidos, de naciente poderío, habían esbozado la Doctrina Monroe que, en la práctica, proclamaba a Latinoamérica como zona de influencia norteamericana, las relaciones entre el Nuevo Mundo y la Europa postnapoleónica habían sido distantes, fuera de los intercambios comerciales.

Pero, a partir de 1861, la deuda externa de un México convulsionado por luchas intestinas entre conservadores y liberales motiva la intervención armada conjunta de Inglaterra, España y Francia, para cobrarse de los fondos debidos. Las dos primeras se retiraron apenas se vieron financieramente satisfechas, pero el imperio francés de Napoleón III cayó en la tentación de obtener una zona de influencia, en la práctica un estado títere, proclamando la monarquía en el país azteca, a cuya cabeza se puso a un noble de la casa austríaca de los Habsburgo.

El archiduque Maximiliano fue proclamado emperador mexicano, apoyado por los conservadores y las bayonetas francesas, pero resistido por los liberales de Benito Juárez. A la larga esta aventura tendría un trágico desenlace, pero ella debe tenerse en cuenta para entender, por ejemplo, la enérgica actitud del gobierno chileno ante las pretensiones de Orelie Antoine de Tounens de convertirse en rey de Araucanía y Patagonia. No era visto sólo como un chiflado o un personaje pintoresco, ya que no podía descartarse del todo la posibilidad de una expedición enviada por París para apoyar a uno de sus súbditos y, de paso, controlar una de las zonas más estratégicas del mundo.

En los Estados Unidos, la revolución reaccionaria y separatista que desembocó en la Guerra Civil de 1861-65, tampoco podía dejar indiferente al resto del continente. Mientras el velado apoyo que traslucía Gran Bretaña por la causa de los confederados esclavistas, los estados de la Unión liderados por el presidente Abraham Lincoln, no podían ver con buenos ojos la intervención francesa en su sureño vecino México que, de ser sojuzgado, podría transformarse en una amenaza potencial.

Renovados bríos hispanos

A todo ello debe añadirse una lenta recuperación de una España devastada por la cruenta guerra contra Napoleón y las luchas contra los independentistas americanos, que la desangraron tanto de sus habitantes como de su tesoro. Tras la restauración de la ominosa monarquía de Fernando VII, la llamada Madre Patria se enrieló, entre guerras civiles y pronunciamientos militares, hacia un liberalismo progresista.

Más aún, hubo renovados aires de conquista en una empresa bélica exitosa- contra el sultán de Marruecos en 1859-60, y el retorno a la convulsionada y caótica isla caribeña de Santo Domingo (actual República Dominicana) para iniciar una efímera etapa de neocolonialismo, a partir de 1861. Esta última se debió abandonar en enero de 1865 por la creciente resistencia de los habitantes, en tanto que en Cuba, aún colonia, el creciente descontento llevaría a su primera Guerra de Independencia, que estallaría en 1868: la llamada Guerra de los Diez Años.

Dicha recuperación de España también tocó a su Armada que, fortalecida, decidió enviar una expedición científica a bordo de la fragata Triunfo. Este buque le hizo honor a su nombre, ya que marinos e investigadores fueron saludados como héroes en los diversos puertos que tocaban, Valparaíso incluído, donde echaron el ancla el 5 de mayo de 1863.

Para el autor Alfonso Cerda Catalán, esta exploración investigativa no era más que un pretexto para una nueva intervención, cuyo elemento clave era la situación del Perú, peligrosamente parecida a la del México de la época. Es decir, una deuda monetaria con España, unida a un cuadro de inestabilidad política. Y tal como ocurrió con las potencias europeas en el país azteca, a la fragata Triunfo siguieron otras, que ocuparon las islas guaneras peruanas de Chincha, cercanas al Callao, en abril de 1864, como medida de presión.

Ejercicio de tiro con balas de verdad

Alfonso Cerda Catalán, quien fue discípulo de los destacados historiadores chilenos del siglo XX, Eugenio Feliú Cruz y Ricardo Donoso Novoa, utiliza, además de la bibliografía de rigor, abundante documentación de archivo, no sólo chilena, sino también argentina, uruguaya y española, del Ministerio de Asuntos Interiores de Madrid, adopta en esta obra una postura claramente americanista y crítica de lo que considera no un mero resguardo por parte de España de sus derechos, sino una abierta intervención neocolonialista. La respuesta al por qué Chile se involucró en un conflicto ajeno debe buscarse, en primer lugar, en el rechazo de la opinión pública a la ocupación de las islas peruanas por parte de la marina española, a la que le fue posteriormente negado el carbón de puertos chilenos.

El paso siguiente fue un memorándum de reclamaciones españolas que se hizo valer en un tono muy de ultimátum por la escuadra del almirante Pareja, en fecha por lo demás muy poco diplomática: el 17 de septiembre de 1865, en vísperas de nuestras Fiestas Patrias. Ese día comenzaron las hostilidades y el bloqueo de Valparaíso.

Lo que siguió fue un conflicto armado cuyo carácter dejaría para la posteridad aún más acentuada, si se quiere, la sensación de absurdo ya que, por un lado, Chile y el Perú no tenían ni siquiera en conjunto fuerzas navales lo suficientemente fuertes para oponer a las robustas fragatas hispanas, cuyo buque insignia era la Numancia, por ese entonces el buque blindado más poderoso del mundo. Y por otro lado, la expedición española no contaba con tropas para efectuar eventuales desembarcos u operaciones terrestres.

Por ende, cada beligerante trató de explotar sus puntos fuertes, y mientras los buques peninsulares bloqueaban los puertos chilenos para estrangular su movimiento comercial, las escuálidas fuerzas aliadas tuvieron el golpe de suerte de capturar a la cañonera hispana Covadonga en Papudo, pero finalmente optaron por refugiarse en los canales de Chiloé, donde se libro un combate de nulos resultados en Abtao, el 7 de febrero de 1866.

Mientras fluían ríos de tinta en declaraciones de los gobiernos y escritos de la prensa de los países involucrados, la situación se probó de un estancamiento exasperante, que hizo que la corte de Madrid se inclinase por bombardear Valparaíso como medida extrema, si es que el Gobierno chileno no pedía las excusas correspondientes ni devolvía la Covadonga.

Con la escuadra al mando de su nuevo jefe, Casto Méndez Núñez, frente a esta bahía desde el 14 de marzo, todos los intentos de mediación fracasaron, y tampoco las insinuaciones de impedir el bombardeo que formularon los jefes de los buques de guerra británicos y norteamericanos que se hallaban surtos en la bahía. La actitud del comodoro Rodgers, al mando de estos últimos, pareció enérgica en un principio, pero finalmente no quiso comprometer la neutralidad de su país.

El bombardeo de Valparaíso se inició a las 09:00 horas del 31 de marzo de 1866, Sábado Santo. Mientras el blindado Numancia se limitaba a observar, las fragatas Blanca, Resolución y Villa de Madrid y la cañonera Vencedora (gemela de la Covadonga), centraban sus fuegos sobre los Almacenes Fiscales, la Intendencia, la Bolsa, la Estación Barón y las calles comerciales céntricas, hasta el mediodía.

Alfonso Cerda no se extiende en demasía en este episodio puntual, acaso porque no haya encontrado mucho que decir de lo que llama un ejercicio de tiro con balas y granadas de verdad. Del total de pérdidas de propiedad privada, unos 12 millones de pesos de la época, destaca que dos tercios, $ 8.300.000, pertenecían a comerciantes extranjeros; pese a la protesta del cuerpo consular, ya nada había que hacer. Subraya también este autor: Bien había dicho el comodoro Rodgers, que las potencias europeas no moverían un dedo en favor de la causa de Chile, que inclusive dejarían en la estacada a sus súbditos, comerciantes y propietarios de casi todo Valparaíso. Mucho mayores eran los intereses mercantiles, industriales, etc., que Inglaterra, comparativamente con Chile, poseía en la península.

Tras el bombardeo, la escuadra española siguió el bloqueo de Valparaíso hasta el 14 de abril, cuando levó sus anclas para enfilar con rumbo norte, hacia el puerto peruano del Callao que, a diferencia de Valparaíso, estaba poderosamente defendido por fuertes y artillería de defensa costera. Allí se libró, el 2 de mayo de 1866, un cruento combate naval donde ambos bandos sufrieron severas bajas; tanto españoles como peruanos se atribuyeron la victoria, y consideraron que su honra había quedado en buen pie.

Siguió un larguísimo epílogo de ambigua situación que no era ni guerra ni paz. En lo que a Chile respecta, la amistad con España se reanudó con la visita de la fragata Navas de Tolosa a Valparaíso en 1883, veinte años después del cálido recibimiento de la Triunfo y su expedición científica.

Una de las conclusiones del investigador Alfonso Cerda Catalán de este episodio desdichado en las relaciones entre Europa y América, lo hace remitirse a los propios autores españoles que han escrito sobre este conflicto admiten que la conducta de su país para con las repúblicas americanas del Pacífico fue desafortunada. Por nuestra parte, agreguemos que, no obstante la compleja maraña de acontecimientos que desembocaron en el bombardeo de Valparaíso, éste sigue estando asentado en la memoria colectiva porteña como un hecho en sí, al lado de acontecimientos como temporales y terremotos, que han forjado un temple propio a fuerza de rigor.


El bombardeo de las naves españolas







El bombardeo de Valparaíso

(http://1.bp.blogspot.com)

En los primeros días de la fundación del Cuerpo, cuando los hombres de bien aplaudían sin cesar a los ciudadanos de buena voluntad que ingresaban a las filas animados del deseo de prevenir desgracias de la magnitud de la ocurrida en el Templo de la Compañía en la tarde del 8 de Diciembre de 1863, la población ignoraba lo mismo que las personas que simpatizaban con esa actitud, que los bomberos llegaran algún día a prestar servicios ajenos al de la extinción de incendios.

Esa ignorancia no constituía por cierto una duda hiriente para la confianza que en aquellos instantes se depositaba en la Institución, puesto que ella se justificaba ampliamente en un país que en su corta vida de pueblo libre no se había sentido hasta entonces amenazado por los peligros que el destino reserva a las naciones que han alcanzado la plenitud de su desarrollo.
Los bomberos también estaban muy lejos de pensar que alguna vez llegaran a ser útiles en una labor extraña a la defensa de la población contra los riesgos del fuego, y sus aspiraciones se limitaban a alcanzar rápidamente el maximun de eficiencia en el entrenamiento a que se encontraban sometidos para combatir con éxito al voraz elemento que en ese momento era el más implacable de los enemigos de la ciudad.

Y sin embargo esa Asociación que no había planeado jamás en prepararse para hacer frente a los riesgos que podían amenazar al país y en cuyos Estatutos y Reglamento no se han contemplado nunca disposiciones ajenas a las que impone el objeto mismo de su misión, debía demostrar con el tiempo que su campo de acción era limitado al ofrecer incondicionalmente su concurso a la patria en los momentos en que necesitaba del apoyo de todos sus hijos, y principalmente a la ciudad cada vez que se ha sentido amenazada por una desgracia o por una intensa aflicción.

La eficacísima ayuda prestada en todas esas ocasiones por el Cuerpo de Bomberos, ha demostrado que no es sólo una entidad destinada exclusivamente a dominar incendios, sino un auxiliar absolutamente indispensable para proteger a la población en las horas de amargura y desaliento que de tarde en tarde llevan el dolor y la desesperación a la mayor parte de los hogares.
No cumplía aún dos años de existencia la Institución cuando una delicada situación internacional sembró la alarma y el desconcierto a lo largo del territorio nacional. Las dificultades diplomáticas surgidas entre España y el Perú, hicieron que las Repúblicas hispano americanas se sintieran amenazadas por las pretensiones territoriales que aquella hacía valer, y Chile siempre leal a sus sentimientos de fraternal amistad hacia sus vecinos del continente se vio arrastrado a la lucha a pesar de su pobreza y de la ausencia absoluta de elementos para contrarrestar los ataques de su poderoso enemigo.

El 25 de Septiembre de 1865, el gobierno declaraba el estado de guerra con España, y el Cuerpo de Bomberos que el día antes había ofrecido sus servicios para llenar el vacío que dejaban las tropas de la guarnición en la capital, asistía a la revista militar destinada a dar mayor solemnidad a la publicación del bando por el cual se declaraban abiertas las hostilidades.

El entusiasmo de la población exaltó aún más el patriotismo de los bomberos, quienes solicitaron se les proporcionara el armamento indispensable para transformarse en un cuerpo armado.

Algunos días después (Nota del Ministerio de Guerra y Marina de fecha 26 de Septiembre de 1865), el Ministro de la Guerra D. José Manuel Pinto, enviaba al Directorio una conceptuosa nota en la que expresaba a nombre de S.E. el Presidente de la República, y del suyo propio, la gratitud que les merecía la conducta asumida por el Cuerpo de Bomberos, y al mismo tiempo manifestaba que el gobierno aceptaba el ofrecimiento que se le hacía porque veía en él una actitud digna de los beneméritos ciudadanos nacionales y extranjeros que formaban parte de la Institución.

Quince días más tarde, el Departamento de Armas de la Guarnición de Santiago, transcribió al Vice Superi ntendente del Cuerpo la siguiente resolución administrativa:



Nº 636.- Santiago, Octubre 11 de 1865.
El señor Ministro de la Guerra con fecha 7 comunica a ésta repartición el decreto supremo cuyo tenor es el siguiente:

En virtud del patriótico ofrecimiento que los bomberos de ésta capital han hecho al gobierno, fórmese con estos ciudadanos un cuerpo de voluntarios para el servicio de la guarnición, al mando de su Superintendente D. José Besa. Tómese razón, comuníquese.

Transcríbala a Ud. Para su conocimiento , previniéndole que convendría tuviese a bien pasar a esta oficina, con el objeto de proporcionarle los medios de que pueda disponer.

Dios que A Ud.

(Fdo.) José Erasmo Jofré.



De acuerdo con ese decreto se formó inmediatamente el Cuerpo de Bomberos armado, nombrándose Comandante a D. Máximo A. Argüelles, que desempeñaba a la sazón el cargo de Secretario General de la Institución.

Bajo la atenta vigilancia de tan entusiasta y esclarecido servidor los bomberos no tardaron en quedar en condiciones de reemplazar a las fuerzas de la guarnición que habían sido enviados a los puntos susceptibles de ser atacados por el enemigo.

Muy luego el Cuerpo de Bomberos recibió su bautismo de fuego, al ser empleado en la única ocasión de importancia que tuvo lugar en esa guerra. Al cabo de cinco meses de abiertas las hostilidades el jefe de la escuadra española, enardecido por los contrastes sufridos por las fuerzas de su mando, quizo vengar la captura de la “Covadonga” por la Corbeta “Esmeralda”, en la batalla de papudo, y notificó a las autoridades que el 31 de Marzo, procedería a bombardear al Puerto de Valparaíso.

La noticia conmovió a la opinión pública, tanto mas cuanto que Valparaíso no podía aludir el castigo que se le anunciaba por tratarse de un puerto indefenso y absolutamente incapaz de responder al ataque que iba hacer objeto, de manera que los españoles sin comprometer su escuadra, y sin poner en peligro la vida de uno solo de sus tripulantes, se aprestaba contra todo derecho y toda justicia para atacar una ciudad abierta e incapaz de repeler una agresión de tal naturaleza.

Se inició el éxodo de las familias que estaban en condiciones de abandonar la ciudad, para ponerse a cubierto del peligro del bombardeo que más tarde debería ser reprobado por los mismos compatriotas del almirante que lo ordenaba.

Para defender la ciudad contra los incendios que necesariamente debían producir las granadas españolas, y en previsión de los posibles saqueos que las situaciones de esta especie traen consigo, el gobierno dispuso que el Cuerpo de Bomberos de Santiago a excepción de las Compañías extranjeras que permanecerían de guardia en la capital, se trasladara a Valparaíso con la bomba a vapor de que disponía para proteger con la Institución hermana los respetables intereses que se encontraban amenazados.

A medida que el tiempo transcurría una febril actividad animaba a los bomberos, se alistaba el material de incendio y principalmente la bomba a vapor “Central”, que era la única existente en el país, se distribuía el armamento, las municiones, los bagajes, y se reunían apresudaramente los demás elementos que exigía una empresa de esta especie.

El 29 de Marzo día fijado para la partida, el material se embarcó en las primeras horas de la mañana, y al atardecer se dirigió el Cuerpo en correcta formación hacia la Estación Central de los Ferrocarriles del Estado, acompañado de los vítores del inmenso gentío que acudió a despedirlo.

A las 9,30 de la noche partió el convoy, en medio de los acordes de la canción nacional que fue cantada con gran entusiasmo por todos los bomberos. Esas manifestaciones se repitieron en todas las estaciones del trayecto hasta que llegaron a Valparaíso a las 6,45 de la mañana del día siguiente. Inmediatamente se desembarcó la bomba, el armamento y los bagajes, organizándose la columna que ya era esperada por un gentío numerosísimo.

El desfile se inició a las 10 de la mañana, partiendo desde la estación del Barón que en ese momento era el término de la línea férrea, para dirigirse por la Avenida Victoria al Hospicio, que era el sitio destinado a servir de Cuartel General. La vanguardia de cada Compañía estaba formada por los voluntarios armados, el centro por los auxiliares que arrastraban los trenes y el material de incendio, y a retaguardia el resto del personal.

El Directorio del Cuerpo de Bomberos de Valparaíso que atendió desde el primer momento al de Santiago en forma que comprometió altamente su gratitud, invitó a una reunión al Comandante y a los Directores de las Compañías para adoptar un plan de conjunto que permitiera atender en la mejor forma posible a la pronta extinción de los incendios.

La ciudad fue dividida en tres sectores, y cada sector quedó al mando de un jefe especial a cargo de cuatro Compañías de las cuales tres eran de bombas y una de Hachas y Escaleras.

Las Compañías de Santiago fueron distribuidas en cada uno de estos grupos, y el personal armado sin perjuicio de cooperar a la extinción de los incendios, debía montar guardia para evitar los atentados criminales contra las personas y la propiedad.

El 30 de Marzo fue un día de intensa agitación. A las tres de la tarde, se probó la bomba “Central”, comprobándose su perfecto funcionamiento, y al anochecer se reunieron las Compañías en el cuartel general situado provisoriamente en el Hospicio a fin de recibir las últimas instrucciones. Poco después se ordenó recogida y a las cuatro de la madrugada del día siguiente se tocó la diana, tomando cada grupo las posiciones que se le habían designado la noche anterior.

Por fin a las 9 de la mañana, comenzó el bombardeo, que una hora antes había sido anunciado por el buque insignia de la escuadra española, con los cañonazos sin bala disparados desde su fondeadero en la bahía.
En un principio el cañoneo se limitó a los almacenes de la aduana, a la Intendencia y a la Estación del Barón, pero muy pronto los buques enemigos comenzaron a abarcar con sus disparos todo el sector comprendido entre los Almacenes Fiscales y la Estación de los Ferrocarriles, arruinando numerosos edificios que se desplomaron con gran estrépito.

A los perjuicios ocasionados por las granadas se sumaron los desastrosos efectos producidos por dos cohetes incendiarios. El primero que fue disparado sobre la Intendencia erró el blanco, y cayó sobre una propiedad situada al lado del Hotel Unión en la calle de la Planchada (actual Serrano), incendiándolo rápidamente, y el otro que hizo impacto en los Almacenes Fiscales dio origen a un segundo incendio que estalló a las once de la mañana. A las doce del día cesó el inútil bombardeo, que empañó la gloria de la marina española, cuyos valientes marinos no podían ocultar la vergüenza que les producía el acto de guerra ordenado por sus jefes superiores, que no trepidaron en mancillar la noble reputación de su bandera tratando de vengar ofensas que estaban lejos de ser lavadas con la destrucción de una ciudad indefensa.

En cuanto terminó el fuego de Artillería, se dio la alarma de incendio, y las tres brigadas se concentraron en los puntos amagados. Sin embargo, en los Almacenes de la Aduana no hubo otro trabajo que el de apagar escombros, puesto que a la llegada de los bomberos las dos secciones en que se hallaba dividido el edificio se encontraban totalmente invadidas por el fuego que destruyó por completo las valiosas mercaderías depositadas en esos locales.

Entre tanto el incendio de la calle de la Planchada (hoy Serrano) había asumido proporciones pavorosas; el Hotel Unión vecino a la propiedad en que comenzó el incendio, junto con treinta almacenes y las numerosas casas de habitación establecidas en esa cuadra fueron arruinadas por el fuego, que continuó avanzando por ambas aceras de dicha calle hasta llegar a la Plaza Municipal (actual Plaza Echaurren), devastando cruelmente las cuatro o cinco cuadras que mediaban entre uno y otro punto.

Los bomberos con tesón admirable se impusieron la ímproba tarea de impedir que las llamas se extendieran a las propiedades situadas en la calle de Cochranne, y para obtener este resultado se distribuyeron con su material a lo largo del dilatado sector desbastado por el fuego. La “Central”, se colocó primeramente en el muelle, pero en atención a que esta ubicación no era la más apropiada para su funcionamiento, fue conducida a la playa donde se encontraban trabajando con éxito las bombas de palanca pertenecientes al Cuerpo de Bomberos de Valparaíso.
A las diez de la mañana del día siguiente, después de una labor abrumadora en la que se emplearon cerca de veinte horas de continuo y penoso trabajo, el peligro quedó conjurado, y el personal pudo retirarse a descansar seguro de que la ciudad se había salvado de una hecatombe de proporciones incalculables.

Los perjuicios ocasionados tanto por el bombardeo como por los incendios ascendieron a varios millones de pesos. En cuanto a las pérdidas de vidas a pesar de que fueron muy escasas llevaron el luto y la desesperación a varios hogares.

El Cuerpo de Bomberos de Santiago permaneció dos días más en Valparaíso, montando guardia en la ciudad y coadyuvando a la tarea de apagar los escombros en los edificios incendiados.

El 3 de Abril en la mañana los voluntarios de la capital se embarcaron de regreso con su material, a excepción de la bomba “Central” que en previsión de un nuevo bombardeo quedó a cargo del Directorio de la Institución Porteña. El convoy llegó a la estación Alameda a las 15 horas, donde era esperado por la 4ª de Bombas y la 2ª de Hachas, los oficiales de los Batallones Cívicos Nºs 2 y 3, y dos bandas de música que los recibieron con los acordes del himno nacional.
A las cinco y media en punto la columna de voluntarios armados se puso en marcha en dirección a sus respectivos cuarteles. Encabezaban el desfile las Compañías francesas, a continuación formaban las bandas de músicos, los batallones cívicos 2 y 3, el Comandante del Cuerpo acompañado de dos médicos y de un capellán, y en seguida la columna expedicionaria con todo su armamento y el material de incendio bajo las órdenes de su jefe D. Máximo A. Argüelles. La concurrencia que acudió a recibirlos como así mismo el público que los esperaba estacionado en las calles les tributó un cariñoso e inolvidable recibimiento.

La brillante actitud observada por el Cuerpo de Bomberos de Valparaíso y de Santiago, mereció los más elogiosos conceptos de parte de las autoridades y de la prensa del país.

El “Mercurio” de Valparaíso en su edición de fecha 2 de Abril, expresaba que gracias al comportamiento entusiasta y esforzado de los jóvenes de Santiago se debía el haberse cortado el fuego en la calle de la Planchada, salvando a la ciudad de una completa destrucción por lo que se habían hecho acreedores a la gratitud pública.
El Intendente de Valparaíso D. José Ramón Lira, al comunicar al gobierno los sucesos acaecidos el día anterior en la ciudad, manifestaba que una parte importante de la gloriosa jornada correspondía a los abnegados bomberos de ambas Instituciones que habían salvado a la ciudad de un espantoso incendio.

Por su parte el Comandante General de Armas D. Vicente Villalón, en oficio enviado al Ministerio de la Guerra declaraba que una vez terminado el bombardeo, un enemigo doblemente temible reclamaba los servicios de los bomberos de Valparaíso y Santiago, cuya conducta sería imposible calificar debidamente dada la importante actuación que les correspondió, y quienes arriesgaron su propia vida, secundados por las tropas del Ejército y de la Guardia Nacional para disminuir los estragos del fuego.
Si el Cuerpo de Bomberos de Santiago, había recibido hasta entonces la adhesión entusiasta de toda la capital por el correcto desempeño de su misión, con la heroica jornada del 31 de Marzo conquistó el aplauso unánime del país, y reafirmó su bien ganado prestigio que más tarde le debía servir para perseverar en el cumplimiento del deber que en hora aciaga se impuso con resolución y desinterés.

El bautismo de fuego que por primera vez recibían ambas Instituciones, demostró que las asociaciones de bomberos voluntarios del país eran dignas de la mayor confianza por su organización y disciplina y su objeto no era sólo el de extinguir incendios, sino también el de proteger a sus conciudadanos en los momentos difíciles que el porvenir les podía deparar.

Todas estas manifestaciones con las cuales se premiaba el brillante comportamiento del personal, estimulaban su adhesión a la causa que servían, y principalmente las que más contribuyeron a ese fin fueron las que recibieron de parte de las autoridades y del Directorio del Cuerpo de Valparaíso.

En la nota enviada por el Intendente D. Ramón Lira, al Comandante D. Francisco Bascuñán Guerrero, este funcionario reconocía que la ciudad se había salvado de quedar destruida por el fuego únicamente por los abnegados esfuerzos de los bomberos de Santiago y Valparaíso sobre quienes recaía todo el mérito de la gloriosa jornada.

Esa expresiva felicitación fue contestada por el Sr. Bascuñán, en una atenta nota en que manifestaba que el Cuerpo de Santiago no podía permanecer impasible ante la noticia del atentado que se deparaba a la ciudad de Valparaíso, y por eso creyó cumplir con un deber al llevarle sus fraternales simpatías, acompañándola y compartiendo los gloriosos peligros que sostienen una grande y santa causa, y más adelante agregaba, que la felicitación de los vecinos del Puerto, era una valiosa e inestimable recompensa, como también la feliz circunstancia de haber cooperado con sus débiles esfuerzos al trabajo del valioso e intrépido Cuerpo de Bomberos de Valparaíso, a quien secundaría nuevamente si el enemigo decretase otro día de incendio y de devastación.

A tan elocuente manifestación de gratitud, se sumó la de la más alta autoridad de los bomberos Porteños, con los cuales se habían estrechado los vínculos de afecto y confraternidad trabajando firmemente unidos en aquel día de intenso pesar para la República.
La comunicación a que se hace referencia decía entre otras cosas lo siguiente:

“La espontaneidad, la decisión y energía que ha desplegado, acompañando al Cuerpo de Bomberos de Valparaíso en la catástrofe más grande que haya tenido que presenciar, el Cuerpo de Bomberos de Santiago ha dado la más alta prueba de la manera como sabe cumplir el sagrado deber que le impone la Patria y la humanidad.

Me complazco, señor Superintendente, de ser el órgano de la expresión de los sentimientos de este Cuerpo, para transmitir por el intermedio de Ud. El más sincero y cordial agradecimiento al Cuerpo de Bomberos de esa capital, so sólo en su carácter de Bomberos sino también en el de Voluntarios Armados, sirviendo como guardias del orden y de la propiedad y distinguiéndose en ambos roles del modo más brillante, por el poderoso auxilio y señalado servicio que acaba de prestarle en el memorable 31 de Marzo, salvando la ciudad de Valparaíso de los horrores del incendio general, obra premeditada de la escuadra española”.

La brillante acción del 31 de Marzo de 1866, no ha sido ni será jamás olvidada por los modestos defensores de la propiedad, puesto que ambas ciudades siempre que se han encontrado abandonadas a su suerte en presencia de acontecimientos gravísimos para la seguridad de sus habitantes, han sido protegidas por sus Asociaciones bomberíles, quienes han evitado desordenes que de haberse producido habrían llevado seguramente consigo la destrucción, el pillaje y la muerte a numerosísimos hogares del todo ajenos a los intereses en lucha.

...
Jorge Recabarren, historiador y Voluntario Honorario de la Primera Compañía de Bomberos de Santiago.

Año 1939.-

Publicado por Valparaíso en el tiempo.